sábado, 6 de mayo de 2017

La Torre comilona.

La Torre comilona.

Hay partidas en que una pieza determinada parece tener una fuerza sobrenatural por sobre las demás. Nunca olvidaré la acción de una torre blanca en una partida de club que jugué hace muchos años, cuando destinaba mis tardes a la práctica de este juego mágico que nos obsesiona.

Estábamos reunidos los aficionados de siempre alrededor de la mesa y habíamos hecho el pedido para acompañarnos con una merienda mientras despuntábamos el vicio.

Jugábamos al “ganador queda” y nos íbamos turnando al tablero según las mañas y las suertes de cada uno.

Cuando el mozo trajo los cafés y las medialunas que dejó a mi derecha -un poco lejos pues de este lado teníamos el reloj-, había ganado dos partidas y por eso jugaba con negras.

Golosos, nos acercamos las tazas y los platitos con facturas a modo de poder ir metiéndole mano sin distraer la atención de las amenazas imaginadas, que flotaban en el aire como embrujos reales.

Sabido es que el que juega ajedrez rápido se apasiona sobre los lances de cada encuentro y hasta pierde conciencia de lo que ocurre a su alrededor.

En esta partida que no olvidaré nunca, la torre dama de mi rival me estaba volviendo loco. Le había permitido entrar en “séptima” a cambio de un ataque sobre el enroque corto y la muy desgraciada me estaba comiendo todo.

Primero fueron dos peones.
Después me comió un alfil, y aún quería seguir engullendo.
Mis trebejos parecían de azúcar ante el hambre desaforado de esa pieza color café con leche. Tuve que concentrarme sobre ella y casi rogué a Caissa que mi compañero cayera en una celada que tendí para poder capturarla.

Cuando al fin la tomé y la fui a sacar del tablero, hasta me pareció más pesada que una torre común y corriente, tanta era la impresión que me había causado su voracidad.

La dejé al lado de las medialunas con el regocijo interno que nos dan ciertas venganzas y, como si tuviera vida y pudiera escucharme, le dije:

Torre insaciable, andate a comer afuera, a ver qué encontrás…

Los muchachos se rieron de mi ocurrencia y ponderaron lo que me había costado ya esa pieza.

Continuó la partida y libre de mis temores aún pude ganar al fin. Entre las risas y las cargadas propias de cada victoria, mientras acomodaba mis piezas para una próxima pelea, quise terminarme las facturas que creí que quedaban…

Cual no fue mi sorpresa al ver que, al lado de la torre comilona, ¡el platito de las medialunas estaba vacío!

Sergio Galarza

Docente de ajedrez

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