sábado, 13 de mayo de 2017

Al sesgo.


Al sesgo.



Es una noche tenebrosa. El rey está solo en la torre, en lo alto del castillo. Fuera, llueve y los relámpagos muestran los estandartes enemigos cada vez más cerca. En el patio, los peones se hunden en el barro y tiritan de frío… o de miedo. Viéndose perdido, el Rey manda llamar a sus alfiles. Uno, entra, la cara blanca y los ojos de fiebre. El Rey dice:

Tu hermano… ¿dónde está?

¡Acá! Se oye detrás de las cortinas, que se abren para dar paso al otro Alfil, vestido de negro.

El Rey dice:

¿Vos?

¡Sí! Contesta y con un lanzazo, grita ¡Rey Muerto!


Sergio Galarza

domingo, 7 de mayo de 2017

El peón ausente.

El peón ausente.

Soy el portero más viejo del colegio.
No siempre hago lo que debiera. Me canso muy rápido, últimamente. Dejo a los jóvenes las tareas más duras, como baldear los pisos o acomodar los bancos para los actos y las reuniones. Me encargo de la cocina, hago mandados durante los que camino despacio y me ocupo bastante de la biblioteca. Siempre que puedo me escapo, a guardar los libros, a ordenar las sillas, a repasar los muebles. El director dice que lo único que brilla en esta escuela es esta estancia… y mi ausencia en el resto de la escuela.

Si mi vida hubiera sido distinta, hubiera querido estudiar, ser maestro o profesor. Poder leer y disfrutar tranquilo de todos estos libros. Casi no hay tema que no me interese. A veces escucho a una profe dar su clase y me digo, Uy, cómo me hubiera gustado ser profe de geografía… otras veces digo, Uy, cómo me gusta la filosofía… Pero de todos estos libros que leo, me quedo con los de ajedrez. No sé qué tiene el ajedrez pero siempre me gustó. Lo raro es que aunque me entusiasmara nunca lo haya jugado. Apenas si aprendí los movimientos, los lances que figuran en esos manuales de Capablanca, Panov y Grau.

Antes, hace unos años, en el colegio se hacían torneos. Los chicos participaban de unos encuentros en los cuales varones y mujeres batallaban por trofeos de plástico que parecían importantes. Las horas de clase que habrán dejado de lado por comerse unas piezas…

Siempre vi con envidia que los muchachos jugaran con las chicas con soltura. En mis años mozos, varones y mujeres no teníamos mayor trato. Cuando uno se acercaba a una chica era porque esta le gustaba y eso hacía cada situación un poco difícil… Esto me trae a la memoria lo que dijo un chico una noche en que perdió con una jovencita: Perdí por ser atento con una mujer… dijo. Qué ocurrencia.

Esos torneos surgieron como propuesta del centro de estudiantes. Cuando volvió la democracia muchos pibes –y grandes- creyeron que esta sería para siempre. Se hacían congresos y charlas y creían que había que recuperar y mantener la memoria. El Nunca Más. Pero la historia es un círculo, el décimo círculo del infierno, eso es la historia.

Los torneos de ajedrez eran fabulosos. Daba gusto verlos callados de una vez por todas, concentrados en la suerte de esas maderitas negras y marrones que de tanto en tanto se movían un cuadro o poco más. Pero una noche pasó lo que pasó. Y todo terminó.

Hoy nadie juega.
A veces, cuando ya todos se han ido del colegio, por recordar esos encuentros armo los tableros sobre las mesas y acomodo las piezas que quedan en sus lugares. Miro las sillas vacías, las piezas quietas, las casillas que denotan las ausencias de un peón o una torre…

Si se inventara la máquina de Morel habría que filmar los torneos. Eternamente veríamos a Kasparov barrer a sus contrincantes. Eternamente veríamos a nuestros chicos y chicas reír y jugar sus partidas, apartarse con un mohín el pelo largo de la cara, morder un chicle, sorber un mate, anunciar con algarabía su fugaz triunfo.

Los tableros quedan armados en la oscuridad y cuando vienen los porteros de la mañana tienen que guardarlos antes de las ocho. Sé que me putean por eso pero no me importa, mi edad me aparta de muchos dolores. Cundo uno envejece se aleja de las cosas y al mirar atrás solo repara en lo que de verdad pesa. Es como cuando se evalúa una posición, lo vemos todo pero solo reparamos en lo que creemos importante: una diagonal, una pieza centralizada, un peón desaparecido.

Sergio Galarza

Docente.

sábado, 6 de mayo de 2017

La Torre comilona.

La Torre comilona.

Hay partidas en que una pieza determinada parece tener una fuerza sobrenatural por sobre las demás. Nunca olvidaré la acción de una torre blanca en una partida de club que jugué hace muchos años, cuando destinaba mis tardes a la práctica de este juego mágico que nos obsesiona.

Estábamos reunidos los aficionados de siempre alrededor de la mesa y habíamos hecho el pedido para acompañarnos con una merienda mientras despuntábamos el vicio.

Jugábamos al “ganador queda” y nos íbamos turnando al tablero según las mañas y las suertes de cada uno.

Cuando el mozo trajo los cafés y las medialunas que dejó a mi derecha -un poco lejos pues de este lado teníamos el reloj-, había ganado dos partidas y por eso jugaba con negras.

Golosos, nos acercamos las tazas y los platitos con facturas a modo de poder ir metiéndole mano sin distraer la atención de las amenazas imaginadas, que flotaban en el aire como embrujos reales.

Sabido es que el que juega ajedrez rápido se apasiona sobre los lances de cada encuentro y hasta pierde conciencia de lo que ocurre a su alrededor.

En esta partida que no olvidaré nunca, la torre dama de mi rival me estaba volviendo loco. Le había permitido entrar en “séptima” a cambio de un ataque sobre el enroque corto y la muy desgraciada me estaba comiendo todo.

Primero fueron dos peones.
Después me comió un alfil, y aún quería seguir engullendo.
Mis trebejos parecían de azúcar ante el hambre desaforado de esa pieza color café con leche. Tuve que concentrarme sobre ella y casi rogué a Caissa que mi compañero cayera en una celada que tendí para poder capturarla.

Cuando al fin la tomé y la fui a sacar del tablero, hasta me pareció más pesada que una torre común y corriente, tanta era la impresión que me había causado su voracidad.

La dejé al lado de las medialunas con el regocijo interno que nos dan ciertas venganzas y, como si tuviera vida y pudiera escucharme, le dije:

Torre insaciable, andate a comer afuera, a ver qué encontrás…

Los muchachos se rieron de mi ocurrencia y ponderaron lo que me había costado ya esa pieza.

Continuó la partida y libre de mis temores aún pude ganar al fin. Entre las risas y las cargadas propias de cada victoria, mientras acomodaba mis piezas para una próxima pelea, quise terminarme las facturas que creí que quedaban…

Cual no fue mi sorpresa al ver que, al lado de la torre comilona, ¡el platito de las medialunas estaba vacío!

Sergio Galarza

Docente de ajedrez