domingo, 23 de febrero de 2014

Capa, el Rey latino.

Capa, el Rey latino.

José Raúl Capablanca nació en Cuba en el siglo XIX. Era hijo de un capitán de ejército que en las horas de modorra jugaba al ajedrez con subalternos. A los 4 años, solía pispiar esas luchas en silencio. Una tarde, cuando su padre acababa de vencer a un soldado, dijo: Papá, hiciste trampa. Festejaron la ocurrencia del párvulo pero el insistió: Papá, saltaste mal con un caballo. El capitán hizo silencio y pidió a su hijo que se explique. Ante el asombro de la concurrencia, José Raúl, a los cuatro años de su edad, reprodujo entera la partida que había observado y mostró la jugada que, en efecto, se había realizado en contra del reglamento. No solo poseía criterio, había aprendido las reglas del ajedrez mirando. Desde ese día todos se turnaron para jugar con el niño que, a los 13 años, logró el título de maestro al vencer al campeón cubano Julio Corzo. En su adolescencia se trasladó a los EEUU para estudiar, mas pronto abandonó todo por el ajedrez que lo coronaría campeón mundial en su propia Cuba, al derrotar sin perder partida a nuestro ya conocido Emanuel Lasker.

Capablanca era hombre alto, su porte impresionaba y seducía a hombres y mujeres por igual. Cierta vez, un Rey que quería conocerle, dijo: ¿Dónde está Capablanca? Le contestaron: Cuando él ingrese al salón, nadie deberá indicárselo. En efecto, poco después varios hombres entraron a la sala conversando, uno distinguía por su prestancia, modales, y la mirada penetrante de sus ojos pardos. Es fama que las señoritas –y las señoras- se le ofrecían tanto como las flores y la champaña después de cada nuevo triunfo.

Del arte Capablanquino se dijo que, si el estilo Lasker era como un vaso de agua con una gota de veneno, su estilo era cual ese mismo vaso, pero sin la gota de veneno. Lo anterior en alusión a que sus triunfos fueron transparentes y sin embrago inevitables. Es que Capablanca poseía una concepción profunda del juego, acaso por haberlo aprendido de tan niño. El ajedrez es su lengua natal, dijo un gran maestro, por describirle. Cuando se refería a una posición jamás recurría a variantes, sino a palabras como columna, casilla, espacio; eso era todo, conceptos generales por sobre lo particular.


Una vez dejó en suspenso una partida; el rival dijo a todos que había analizado en extenso y que el resultado sería su propio triunfo. La afición esperaba al campeón quien llegó quince minutos tarde. Ante la sorpresa de todos -su reloj corría- pidió un juego y se alejó a analizar la posición que lo aguardaba. Al cabo de media hora volvió y en 15 jugadas su posición “perdida” ya era tablas.

Capa viajó por todo el mundo brindando conferencias y sesiones de juego simultáneo. Allí donde llegaba era ovacionado por los aficionados. Su trato siempre gentil le abría más puertas que su título y no hay foto donde no aparezca sonriente, por lo general acompañado de varias damas. Su última esposa, Olga Chegodaeva, fue la mujer más hermosa y deseada de su época.

Durante su reinado solo perdió 6 partidas, lo cual es increíble. En los torneos de entonces, vencía a sus compañeros como si estos fueran aprendices. Una vez, en Rusia, el temible Stalin le observaba escondido. Al término de la partida, ordenó que los presentaran y preguntó a Capa, ¿Qué le parece el torneo? A lo cual nuestro amigo contestó: ¡Un desastre, todos Sus compatriotas pierden a propósito con Botwinik, para favorecerle! –Botwinik fue otro campeón, ya lo veremos-. Todos quedaron suspensos -Stalin no era hombre al que se le podía contrariar-, sin embargo, sonriendo, contestó: Quédese tranquilo, no volverá a suceder.
José Raúl Capablanca nos dejó el orgullo de ser el primer campeón americano y el único de habla hispana. Por inteligencia, estampa y modos, allí donde ponía un pie alguien le admiraba, le quería y lo mimaba. 
Acaso celosa de tantos dones, la Muerte le llevó muy pronto. Capa sufría de presión arterial y los médicos no supieron advertirlo aun cuando hubo frecuentes avisos y jaquecas. Capa sufrió un derrame durante una competencia y falleció.
Los argentinos nunca le olvidaremos. En Buenos Aires jugó torneos y simultáneas. Aquí perdió su título frente a Alekine. Pero fue que aquí donde pasó los dos meses que duró el match de jarana, del cabaret al hipódromo, de paseo en la voiture de una bailarina del Maipo.

Así que, Querido Capa, Rey latino ¿Quién te quita lo jugado?

viernes, 7 de febrero de 2014

Lasker, Einstein y la Mentira.

        Lasker, Einstein y la Mentira.

Matemáticos y Físicos como Dirac o Einstein han visto universos que, cien años después, no entendemos. Narra la película Amadeus que Mozart escribía de un tirón sus sinfonías perfectas y así compuso Astor Piazzola su inigualable Adiós Nonino: “Cuando murió el Nonino, Papá se encerró en la pieza, estuvo un rato en silencio y empezó a tocar esa música que despide al abuelo”, cuenta su hijo.
Hasta donde sé, solo en las áreas creativas se llega a niveles de inteligencia tan altos como los de un ajedrecista de elite: Vasili Smislov fue excelso concertista de piano; Robert Fisher recordaba cada una de las partidas que había jugado y, en lo actual, Garry Kasparov es uno de las diez inteligencias del mundo.
Pareciera que, si los matemáticos crean los números y sus combinaciones, si los físicos dan coherencia a las manifestaciones de la energía y la materia, si los músicos iluminan con el ritmo la nada, los ajedrecistas, con el número y el cálculo, materializan su energía en esos fraseos de belleza y de pasión que llamamos “partidas”.

Emmanuel Lasker nació en una ciudad de Prusia; hablaba el alemán y el hebreo ya que su padre fue rabino. Muy joven demostró maestría con los números, por lo cual le enviaron junto a un hermano mayor, para que estudiara. Durante una convalecencia debida al sarampión aprendió de éste nuestro querido juego. En pleno siglo XIX, el ajedréz acechaba los círculos cultos europeos. Pronto el niño estudioso frecuentó los cafés en busca de batalla y dinero, tablero de por medio. A los 20 años logró el título de maestro en segunda categoría y tan solo a los 26 llegó a sentarse frente al viejo león, el primer campeón, Wilhelm Steinitz. El match fue vibrante pues se enfrentaron dos estilos y dos mentes superlativas. Cuando Steinitz perdió la última de las partidas, y con ella el título mundial, se alzó de la mesa y exclamó: ¡Tres vivas por el nuevo campeón del mundo!
Emmanuel Lasker, como todo Único, instauró un modo de jugar. Durante 20 años fue invencible y su secreto (su evidente secreto, pues su estilo fue definido como Una copa de agua con una gota de veneno) fue la observación de la psicología rival. Lasker jugó muchas líneas inferiores, reputadas como malas, incluso, cuando creyó que con ellas podía incomodar a su oponente. Así, muchas veces caminó por una cornisa, pero su maestría le permitió siempre salir airoso y alzarse con los triunfos.
Retuvo su corona durante más años que ningún otro campeón; no solo en el ajedréz. Lasker, por haber visto a Steinitz morir en la pobreza, jamás descuidó sus estudios. Llegó a ser un gran matemático, un consumado filósofo y un escritor numeroso. Sus libros de ajedréz son valorados incluso ahora y los escritos filosóficos y matemáticos fueron ensalzados por hombres como Albert Einstein. El entonces creador de la Relatividad admiraba al campeón y no perdía oportunidad de salir a caminar con él, momentos en los cuales discutían infinidad de temas, humanos y extrahumanos, como la que fuera su renombrada teoría.
Emmanuel sostenía que en ajedréz siempre se desenmascara al hipócrita y al mentiroso, pues cada falsedad propuesta podía ser descubierta sobre el tablero y pronto llegaba el castigo como escarmiento: ¡el jaque mate!


Pequeño gran hombre

Pequeño gran hombre
Cuando un jugador se inclina sobre el tablero, su mente analiza decenas de jugadas y valoraciones de posición. Un gran maestro puede analizar centenares de posiciones sin esfuerzo, pero su capacidad y experiencia le llevan por los caminos más sólidos, como si su percepción fuera una escoba que limpiara el sendero de hojarasca, sin necesidad de comprobarlo todo. Las posiciones analizadas acaso no existan nunca en la realidad, solo habrán nacido un instante en su conciencia para advertirle, ¡no! por aquí no pases, esto acaba en un abismo.
El verdadero campeón busca no solo en lo profundo de su mente el orden exacto mediante el cual vencer al rival, sino que hurga dentro del alma de su oponente para martirizarle con cada movimiento. Sabido es que una persona incómoda es propensa a cometer errores. Y he aquí un detalle: no todos sufrimos incomodidad por lo mismo. Hay luchadores que se sienten inseguros ante lo riesgoso, pero los hay que sufren ante el juego llano, sin ambages. Ya lo veremos.


En la historia del ajedrez hubo muchos grandes, cada uno con su particularidad intelectual. El primer Campeón del Mundo fue Wilhelm Steinitz.
Nacido en Praga, en 1836, estaba destinado a ser rabino pero mostró muy pronto sus capacidades para el cálculo… ¡matemático! Por ello fue enviado a Viena para que asistiera a la escuela de altos estudios.
Mas, ay, Viena, en esos años, era la meca del ajedrez. Wilhelm, muy pronto abandonó todo formalismo para vivir dentro de los cafés, jugando ajedrez al más rico estilo de la época. Las partidas se disputaban a toda hora y nuestro pequeño genio se ganaba la vida apostando por cada juego. En esos años de oro, el estilo mandaba ataques sin respiro, sacrificios y lances de ocasión que aún se enseñan como arte refinado del intelecto y la inventiva.
Steinitz seducía a todos con sus combinaciones de juventud y en torneos batió a los más grandes. Poco a poco fue creando un estilo propio. Todo campeón lo hace, y revoluciona el saber anterior. Por curioso que parezca, este nuevo estilo cuajó en la antítesis de su festejado inicio. Wilhelm fue el creador de una escuela de pensamiento que rehúsa el sacrificio y el ataque prematuro en pos de la lenta acumulación de ventajas que incline la balanza hacia un final de partida superior. Algo inimaginable en la época romántica, en la que todo eran juegos de artificio.
Les dejo una anécdota de este hombre que llegó a lo más alto del mundo, siendo hoy estudiado por quienes aman el ajedrez y desean superarse:
Jugaba Steinitz con un rico banquero llamado Epstein. Surgió una disputa e intercambiaron palabras en mal tono. El banquero, le dijo: ¡Cuidado, jovencito, no sabe usted con quién está hablando! Steinitz contestó: Claro que lo sé, usted es Epstein, pero en la bolsa; aquí ¡Epstein soy yo!

Esta maravillosa respuesta está catalogada como índice de la personalidad de nuestro héroe, a la cual se le atribuyen delirios de grandeza. Opino que la anécdota muestra el carácter avasallante del banquero; Steinitz puso en su lugar al tipo, declarando lo que él era: ¡un verdadero campeón!